Sobre los recorridos, sobre los mapas, tan sólo caía una
mirada vieja, obsoleta, inofensiva, pero él no se daba cuenta porque todavía
conservaba el orgullo, el espíritu y las viejas costumbres.
Y cuando sonó el pistoletazo de salida creyó firmemente en
la victoria.
Nadie se lo dijo pero de sus galones sólo quedaba la
chatarra y su ataque quedó ridículo, patético, fue un anacronismo viciado, sucio.
Los rivales parecían venidos del futuro, no tardó en quedar
atrás y la realidad se mostró cruda y nauseabunda.
El último minuto es siempre idéntico al anterior hasta que
pasa de largo y, entonces, con perspectiva, lo reconoces, y caes en la cuenta
de que tu tiempo se acabó.
Y así, de repente, en la más absoluta de las oscuridades,
sin redoble de campanas, terminó lo racional de su carrera.
Cuando cruzó el umbral, cuando se adentró en la batalla por
la supervivencia, lo hizo solo, no hubo aplausos ni palabras de consuelo,
tampoco llamamiento a la cordura.
Su tránsito a nadie le importó.
No quiso afrontar la realidad y, replegándose sobre sí mismo, huyendo hacia ninguna parte, continuó corriendo, suplicando, mendigando, arrastrándose en busca de aquello que ya sólo existía en su cabeza.
Al final de aquel año su contrato fue cancelado. Había llegado a ese lugar donde todas las batallas son pesadas y suicidas, donde todo son borrones, donde poca gloria puede alcanzarse, a ese lugar donde uno ya no puede aportar nada.
Al final de aquel año su contrato fue cancelado. Había llegado a ese lugar donde todas las batallas son pesadas y suicidas, donde todo son borrones, donde poca gloria puede alcanzarse, a ese lugar donde uno ya no puede aportar nada.
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